domingo, diciembre 05, 2004

Prehistoria

Ahora que mis sobrinitos están creciendo me ha venido una historia de cuando yo empecé a trabajar, casi de mi prehistoria como Mestre.

¿Cómo empecé? Bueno, yo no había acabado mis estudios siquiera, Contacté (supongo que por un anunció de La Vanguardia) con una empresa que en vez de vender enciclopedias por las familias, vendía cursos de inglés por las escuelas. Estos se impartían en horario extraescolar. La empresa ponía cuatro trastos de material didáctico (incluyéndonos a los profesores) y la escuela (generalmente privada) ponía las aulas y promocionaba estas clases entre sus alumnos a cambio de un porcentaje de las cuotas claro está.

Cobraba una miseria. Pero formó parte de mi formación profesional, ya que una cosa es hacer filología inglesa y otra muy distinta dar clases. No estoy hablando solamente de currículo, aprendí algo con esa gente. Canciones, juegos, como utilizar materiales..

Esa empresa se aprovechaba del enorme retraso que había en España respecto a la enseñanza del Inglés. Se empezaba a los once años, y de qué manera. Se explicaba el inglés casi como si fuera latín, con gramática y más gramática. Pues bien esos padres que me pagaban querían que sus hijitos empezaran lo antes posible y como un juego, de un modo comunicativo y lo más parecido posible a su lengua madre. (esto es lo que pasa ahora).

Herramientas pedagógicas no tenía yo ninguna claro. La empresa, una vez hechos los tratos y asegurarse de que yo no era ningún desaprensivo, se iba a convencer a otras escuelas y me dejaban a mí sólo ante el peligro. El principal problema eran los niños moviditos, que cualquiera le hacía sentarse un rato, aunque fuera para jugar, después de una larga jornada escolar. Recuerdo una niña, aún recuerdo su cara de bicho que se movía más que los precios y jugaba a que yo la buscara por debajo de las mesas y las sillas. Me hacía sudar la gota gorda.

Un día encontré la solución. La colocaba encima del radiador un rato, y como no le llegaban los pies al suelo, ahí se quedaba rabiando sin poder moverse... Hasta que yo hubiera descansado un rato. Porque después tenía remordimiento (que no pena) y la soltaba otra vez de este singular cautiverio.