jueves, enero 06, 2005

Historias para no dormir (IV)

Aunque sea con cierto retraso, ¡Feliz año!
Debo disculparme por haberos dejado abandonados durante todo este tiempo. Las fiestas interrumpieron mis hábitos y un poco de mi inspiración.

Bueno no os voy a contar lo que me pasó en el Àmfora porque no se correspondería con la temática de este blog. Baste con decir que me quede tranquilo y relajado y el resto del viaje, aunque con los mismos problemas, me lo tomé de otra manera. Quico estaba entre agradecido y avergonzado de lo que había pasado la noche anterior, y nos hicimos un poco amiguetes, aunque sin sacar el tema de su proposición.

La que no tuvo problemas de proposiciones fue Merceditas VisiónLab, que hacía honor a su fama de oveja negra de la familia. ¿Para que ir a discotecas si había hombres en el hotel y sus proximidades? Una vez vi que salían dos nórdicos de su habitación, y no eran de los que van forrados con pluma. La bedel-espía lo vio también y tuvimos que hacer un simulacro de enfado con moralina monjil. (A decir verdad yo estuve unos meses preocupado por si la devolvíamos a sus padres embarazada). Por lo visto cada noche se benefició a gente diferente.

El hotel estaba regentado por un matrimonio formado por un indígena y una alemana. Una más de las típicas historias de las islas o sitios de turismo. Van una vez, les gusta, vuelven... hasta que al final se quedan.

Nos habían invitado a un cóctel de bienvenida el primer día, que en realidad era un intento de amenaza: El abrazo del lobo.
-Nos gustarría tener un buen recuerdo que la estantsía de su colegio y no tener ningún problemo de politsia.
Hablaba sólo ella, pero ya bastaba para dejarlo claro. Yo me sentí un poco intimidado, la verdad, pero con el tiempo pensé que no había derecho a dudar de nuestro comportamiento. Más aún cuando aquellos angelitos sólo iban al hotel para dormir (aunque fuera de día) y se perdían múltiples comidas por ello (que el hotel se ahorraba).

Triste destino el de los hoteles de baratillo, que sólo atienden grupos escolares o de jubilados del Imserso que tampoco han ido por el mundo.

Lo dicho, me sentí mal, pero al ver que el resto de mis acompañantes adultos pasaban de ellos a lo largo de los días yo hice lo propio. Tampoco estaban allí siempre, claro. Y no les dimos motivos hasta el último día...